Barrabás, de Arturo Uslar Pietri
Su linaje venía de
Bethábara, en el país de los Gadarenos.
Tenía las barbas
negras y pobladas como una lluvia, bajo unos ojos ingenuos de animal, y entre
los nombres innumerables el suyo era Barrabás.
Conocía los libros sagrados,
era caritativo y respetuoso, guardaba el sábado y sabía que Jehová era terrible
y poseía una muchedumbre de manos y en la punta de cada dedo un castigo.
Era el mediodía. Un viento perezoso se derramaba sobre el patio y desbordaba entre las rejas del calabozo. El aire estaba aplastado de un olor indefinible y molesto.
Era el mediodía. Un viento perezoso se derramaba sobre el patio y desbordaba entre las rejas del calabozo. El aire estaba aplastado de un olor indefinible y molesto.
Había allí gran
cantidad de gentes hacinadas, ladrones, prostitutas, vagos, uno que otro perro
de lanas lagañoso, y un soldado con armas que hacía la guardia caminando de un
extremo a otro con rapidez, tal como si se propusiese dejar plegada una
distancia muy larga.
En una vuelta lo
enfocó con los ojos: entre las barbas le resaltaba la piel pálida como el agua
sobre las piedras. A la mirada siguió la interrogación.
— ¿Yo? Barrabás…
— ¿Barrabás?… ¡Ah!
Sí. El asesino. ¿Sabes? Te van a matar.
— Sí. Ya lo sé,
respondió con indiferencia por decir algo, callando para contemplarse con
abstraimiento las uñas largas y sucias. El guardia continuó su paseo.
Al volver a pasar
junto a él, continuando en su posición, le preguntó:
— Oye, ¿como que
dijiste algo de matarme? ¿Ah?
— Sí. Te
crucificarán. Ya está dicho.
El otro siguió en
su vuelta monótona y Barrabás tornó a meterse aquella mirada torpe en el hueco
de las manos.
Pasado un rato
volvió a llamar al guardia.
— Mira. ¿Sabes
acaso a quién he matado?
— Sí. Al hijo de
Jahel. Le diste de puñaladas.
— El hijo de Jahel…
¿Es todo?
— No. También
apareces complicado en el motín.
— En el motín… ¡Ah!
Bueno… Espera. Mira. No te vayas. ¿Sabes? Todo eso que has dicho es mentira,
todo, todo. Pero ¿me matarán de todos modos? Claro. Me matarán. ¡Ps!…
¡Entonces…!
— Entonces, ¿qué?
Piensas acaso hacerte el inocente. Es inútil. Jahel lo ha dicho todo. Venías en
la gran nube de gritos de los del motín y cuando los soldados los sorprendieron
en la calle, tú, para salvarte, te entraste en la casa de ella por la ventana.
Lo demás lo sabes mejor que yo.
Barrabás permaneció
callado. Al cabo de un instante, como bajo el imperio de una idea súbita, dijo:
— Oye… Todo eso es
mentira ¿sabes? No es necesario. Ya sucedió. Bueno. Pero te lo voy a contar
para… ¿Tienes hijos? Bueno. Pues para eso. Para que un día se lo cuentes a
ellos cuando no recuerdes nada mejor. No conozco a Jahel, ni conocí a su hijo,
ni sé la cara que les modeló Jehová y esto es cierto como una vida.
Una noche, había
tanta luna que parecía un día convaleciente, venía yo por las calles,
caminando, como hacen los hombres cuando no tienen que hacer. También los
comerciantes! Cuando de pronto, siento desembocar en una esquina una turba de
hombres con armas y gritos corriendo a todo correr. Venían sobre mí como un
manicomio suelto. ¿Nunca te ha pasado eso, guardia?
— No mientas, era
el motín y tú venías con él.
— No miento. Venían
sobre mí. Además lo que uno cree, es como si efectivamente fuese, o quizás más.
Te digo, pues, que venían sobre mí y yo me eché a huir. Corrían como cosas, no
como hombres ¿sabes? no se fijaban en mí, ni gritaban mi nombre, entonces
comprendí que si me alcanzaban habría de perecer bajo la lluvia de sus pies.
Había una ventana abierta y me tiré por ella como una piedra. Di vueltas sobre
un lecho y caí en un rincón. El que dormía se despertó dando voces de alarma.
Tú sabes, el que
viene hace rato en la oscuridad ve; el que despierta no ve. Yo veía como desde
otra cama se alzaba también una sombra y cómo las dos se enlazaron y lucharon
furiosamente. Desde mi rincón yo comprendía que me buscaban a mí. Cayeron al
suelo: una arriba, una debajo. Y la de abajo dio un sólo grito y se quedó
callada. Desde mi rincón yo comprendía que la de abajo había ocupado mi lugar.
Al grito vinieron las gentes y las luces y me encontraron a mí delante de una mujer
desgreñada y temblorosa y en medio de los dos un hombre con un cuchillo de
través en el pecho.
Y la mujer comenzó
a dar alaridos y a decir: “Mi hijo. ¡Mi hijo mío! ¡Me lo mataron!”; mientras se
restregaba sobre él besándole y manchándose de sangre.
Entre sus voces me
veía con odio y exclamaba: “El asesino. Ahí está. Llévenselo. ¡Me lo ha matado!
¡El asesino!!” Y todos me veían con los ojos vidriados de odio, pero yo no
comprendía.
Aquello era
demasiado extraordinario y violento; empecé a sentir lástima por aquella mujer
que había matado su carne, y pensaba en la inutilidad de aquellos gritos,
porque la muerte es un viaje y al que se va no hay modo de detenerlo porque se
va quedándose.
Cuando vine a saber
de mí y a regresar de aquella gran sorpresa, me llevaban por la calle atado
entre el odio de las gentes. Desde entonces estoy en la cárcel.
Barrabás calló,
viéndose las uñas con su gesto habitual. El carcelero cortó el silencio.
— ¿Por qué no
dijiste eso a los jueces?
— No me lo
preguntaron.
— El murmullo de
las conversaciones de todas las gentes amontonadas en el calabozo se hacía
denso como un coro. El viento sacaba un ruido de agua de los árboles del patio.
El carcelero había quedado en cuclillas delante del preso.
De pronto Barrabás
tomándolo por un brazo le preguntó con ansiedad, casi con angustia:
— ¡Oye! ¿A quién se
crucifica?
— A los que han
cometido un delito.
— ¿Únicamente?
— Únicamente.
— A mí ¿me van a
crucificar?
— Sí.
— ¡No puede ser!
¿Qué delito he cometido?
El guardia quedó
confuso no hallando respuesta. En lo áspero de su inteligencia comprendía que
aquella pregunta encerraba algo transcendental. Con movimientos mecánicos
comenzó a acariciarse la barba como un autómata.
Repentinamente se
le iluminó el rostro como si hubiese hecho un hallazgo.
— Barrabás. Has
cometido un delito. Tu muerte está justificada. Es un delito grave.
— ¿Estás loco?
Cuál…
— Uno que hay que
castigar muy duramente.
— ¿Cuál?
— El delito de
callar.
— ¿Callar?
— Sí. Sabías la
verdad y la enterraste dentro de tu boca.
El carcelero se
levantó con aire satisfecho, era el hombre justificado, y continuó su paseo tedioso
y lento, lento y abrumado, sin fijarse en la expresión abstraída del rostro del
prisionero que declamaba como una letanía a media voz:
— El delito de
callar…!
— ¿No estabas muerto?, parecía que la voz de la mujer salía de aquel tono violeta del cielo. ¿No te habían matado?
— ¿No estabas muerto?, parecía que la voz de la mujer salía de aquel tono violeta del cielo. ¿No te habían matado?
Y le corría las
manos, como modelándolo por todo el contorno de la figura.
— Barrabás, mi
hombre, dime ¿es que me he muerto yo también y estoy viendo las sombras, o es
cierto que estás, en tu voz y en tu sangre, delante de mí?
El hombre,
tomándole la cabeza con las manos le respondió:
— Estoy metido en
un gran asombro, y no creo estar vivo porque así debe ser la confusión de la
muerte. ¿Crees que vivo?
— Sí. Ahora siento
la seguridad. ¿Por qué no habrías de estarlo? Vives y te veo.
— Tú lo dices. Debe
ser así.
Pero Barrabás era
ingenuo y alegre y ahora estaba triste; era dulce y despreocupado y estaba
torvo; era indiferente y en el rostro se le inmovilizaba la obsesión.
— Mujer, ¿lo habías
oído decir alguna vez? La verdad es un delito. Un delito horrendo. ¿Sabes?
— Estás delirando.
¿Qué te pasa?
Barrabás calló,
dejándose posar la mirada sobre le borde de las uñas mugrientas y salvajes,
como era su costumbre.
— Yo estaba preso,
¿sabes?
— Sí.
— Y me iban a
crucificar.
— ¡Jehová te ha salvado,
mi hombre!
— ¡No!. Es falso. No me ha salvado Jehová. Me salvó un delito.
— ¡No!. Es falso. No me ha salvado Jehová. Me salvó un delito.
— ¿Cuál? ¿El tuyo?
Estás loco…
— No, el de otro.
Pero cállate. No me interrumpas.
El hombre quedó en
silencio un rato como ordenando sus ideas y luego prosiguió en su conversación
con la lentitud de quien va sembrando.
— Me iban a
crucificar. Pero, sabes, cuando llega la Pascua se acostumbra soltarle un preso
al pueblo. El que él quiera. Escogen a dos para que el pueblo elija a uno de
entre ellos. Yo fui uno de los llamados. Pero no tenía esperanza. Tenía sobre
mí un gran crimen.
La mujer le
interrumpió:
— Sí, habías muerto
al hijo de Jahel.
— No, no era ese m
crimen. Mi crimen era otro. Otro que no comprendo: callar. Me lo dijo el
carcelero. Me dijo también que era horrible y sin perdón. Callar. Esto parece
absurdo ¿verdad? Pues no, no lo es. Esto es diáfano, esto se explica; absurdo
fue lo otro, inexplicable, como un sol a media noche.
Y Barrabás quedó en
silencio por un momento como si las palabras se le hubiesen despeñado en un
abismo.
—Sabes, vino a
buscarme el carcelero, el mismo con quien había hablado antes, y me llevó por
los corredores vestido con el ruido de mis cadenas. En el camino me dijo:
— ¿Tienes esperanza
o no?
Yo le respondí:
— No sé. ¿Sabes
quién es el otro?
— Sí, me han dicho
que se llama Jesús. Creo que es un maniático.
Delante del
Pretorio se había derramado el pueblo, y el pueblo me veía, y veía al
Gobernador, oloroso de flores, y al otro reo. El otro reo era un pobre hombre
flaco, con aspecto humilde, y con unos grandes ojos que le cogían media cara.
El Gobernador
interrogó al pueblo: “¿Cuál de los dos queréis que os suelte?” y yo sentía
dentro de mí cómo se me desbocaba el corazón de angustia. Pero entonces
empezaron todos a dar grandes voces: “A Barrabás. A Barrabás” como un mar que
hablase.
Yo sentí emoción.
Toda aquella gente me aclamaba y me conocía. Pero al volverme vi el rostro del
otro prisionero que estaba humillado como si los gritos lo apedreasen y empecé
asentir lástima, porque pensé que en el martirio aquel hombre sufriría más que
yo.
Como el carcelero
estaba a mi lado, pude decirle al oído:
— Este ¿es Jesús?
— Sí.
— Su crimen debe
haber sido mucho más grande que el mío. ¿De qué se le acusa?
— Desprecia las
leyes de César. Promete hacer cosas sobrenaturales. Es un gran vanidoso.
Asegura que él sólo dice la verdad.
— ¿Es eso un
delito?
— Un gran delito.
El guardia no dijo
más, pero dentro de mí, como un viento, se metió este asombro. No sé si he
soñado, si estoy muerto, o si es mi sangre y mi voz la que le habla.
Igual que al través
de una tiniebla vi al Gobernador que se lavaba las manos en un jarro, como
hacen los hombres después que han comido.
Me soltaron las
cadenas, y caí entre aquella resaca de gentes como un madero.
Y ahora mujer,
quiero que me digas. ¿Lo habías oído decir alguna vez? ¿Es que las palabras
pueden echar puñados de confusión sobre la vida? ¿Habías oído alguna vez cosa
semejante?
Sin esperar
respuesta salió al camino que se hundía en los ojos de la mujer. El cielo
estaba sembrado de violetas y Barrabás se destacaba en su fondo como un bloque
de piedra desbastado a hachazos.
Del libro: Barrabás y otros relatos (Lit. y Tip. Vargas, 1928)
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